Dejadme sentir que la he querido,
que, por ella, la vida deshojó una sonrisa
¡tan sola y tan dulce!,
que sus labios proclamaron mi nombre
en la canción dormida de un beso.
Dejadme sentir que la he querido,
que mis ojos, silentes, llamaron
a la puerta de sus ojos
cuando nuestras pupilas se miraban, boca a boca.
Dejadme sentir que la he querido,
así, cariñosa y amable,
con su olor a madre enamorada
prendido en mí, como si brotase de una quimera,
de un gesto o de un vocablo.
Pero si un día la vida anunciara su olvido,
entonces...
Entonces, cuando ella sea ausencia en cada calle, en cada encrucijada,
en cada temblor hiriente de este corazón extinto,
no me dejéis, ¡no!, al amparo de su cólera,
de esa rabia que vicia el aire que me circunda
Apartad, si se diera el caso, su boca de la mía,
sus felinos ojos de mis iris, en el mismo instante que se cruzaran las miradas,
y sus afiladas uñas, cuando despedazan terrones de azúcar, de mi piel.
Apartad de mí este temor y ¡no!, ¡no dejéis que se acerque!
Y, cuando todo acabe, cuando el tiempo fije en mi pecho su quebranto,
dejadme lamer, despacio, mis heridas
para sentir así que la he querido
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