Manuel hace tiempo que se siente mal; no le gusta ya su trabajo y las cuestas hasta la empresa se le antojan cada vez más empinadas, más tristes, más llenas de esa neblina espesa y parda que le hacen ver los caminos con el color de la melancolía.
Por fin llega a su meta; no mira hacia atrás, ¿para qué?. Mientras se incorpora a su puesto de trabajo, no evita pensar en la hora de volver a su tierra fría, a su casa de campo llena de oxígeno y vida. Frente a él tiene a su jefe con una media sonrisa que se le antoja maliciosa, de esas que necesitan los pobres de espíritu para sentirse algo en la vida, de esas que te dicen “ves, lo poderoso que soy, ves como te amargo la existencia”
Sigue adelante, lleva la carga de los hierros que le han impuesto, pero sabe que sin él esta cadena de producción no funcionaría al cien por cien, porque todos los expedientes que sostiene en sus manos deben llevar calidad humana para que funcionen correctamente y eso parece que se les ha olvidado tanto a su jefe, como al recadero que lleva las herramientas de aquí para allá, como a los compañeros de otras secciones, que por buscar el agrado del señor de los anillos, tratan de desactivarle para que cada vez funcione peor, para que cada vez se le hagan más largas las cuestas.
Le imponen nuevo horario; su casa, cada vez más lejana; la sonrisa del jefe más maliciosa; el obrero de las carpetas sin ortografía, más guardián de ultratumba...
Aquí se cuece la tristeza, se palpa la ansiedad, y la mentira reina en cada esquina; Manuel aún tiene la esperanza de que la justicia actúe y el orden vuelva a su sitio y en esa situación, espera y espera…
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