Un infesto barro cubre mi cuerpo, la sangre mezclada con agua helada, baja hacía una oquedad abierta por un obús.
- Hemos combatido duramente- ahora agotado, un sudor frío me oprime en esta trinchera, en este invierno.
Un persistente ruido puebla mis oídos, no oigo ni tan siquiera, el gemido de dolor de mi compañero herido, que se agita a mi lado. Justo en frente de mí, un soldado enemigo, yace muerto con un certero disparo que quebró el silencio para abatir a un hombre que, minutos antes, estaba cubierto de vida. Me da la sensación que me miraba desde sus inertes ojos, y me preguntaba por qué moría él y yo no y pensé que, seguramente tendría mujer e hijos y que esperaría algún permiso o que acabase esta maldita guerra para volver a su encuentro, a la tranquilidad de su casa, pero una proterva bala, quiso ponerse en el camino de su vida y no de la mía, y allí yacía inmóvil, en esta tierra quebrada.
Seguramente, cuando despunte el sol, acabará en una lúgubre fosa común.
Seguramente, en su país, con el tiempo, pondrán su nombre en un monumento erigido al soldado desconocido, a este, que un día, con rabia gritó el adjetivo del odio, cuando se vio muerto por un trozo de metal traicionero, pero hoy y ya, para siempre, es pasto de la historia, su vida finiquitó su contrato de soldado. De ahora en adelante, tan solo será un número en unas míseras y tristes estadísticas, una cruz en cualquier campo, donde su memoria se perderá entre otras miles de cruces.
Seguramente el presidente electo de su estado, con el paso de los años dirá para conseguir más votos, “aquella guerra fue un grave error, no tuvo que haber sido”.
Pero mientras tanto, un soldado yace muerto en un campo de batalla cualquiera, en un país cualquiera, bajo un enemigo cualquiera.
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