No hablo de las cosas, ni de los días,
ni de los dientes de leche
que ella enterraba en el jardín de la inocencia.
No hablo ni de su pelo,
ni de los años que recorren las palabras,
que se graban, a fuego, en mi memoria,
ni de labios sajados, ni de árboles sin nombre.
Tampoco hablo de violines, ni del trabajo diario,
ni de las cosas sumergidas en las bocas del tiempo,
ni de siglos perdidos en algún lugar de sus mejillas.
No hablo de las civilizaciones,
que construían herramientas y espadas
en la ardiente fragua de sus pechos.
Ni tan siquiera hablo de los pintores de antaño,
ni de los poetas solidarios, ni de la tinta
que se derramaba, al igual que la sangre,
sobre su espalda desnuda.
Yo hablo del aire cuando mece su nombre,
de la luz cuando atraca en sus sombras,
del beso, yo hablo del beso y de la luna,
que acaricia su contorno junto al mío,
hablo de la vida que la lleva,
de mis brazos que la toman
y de la noche que nace
dormida entre sus besos.
Yo hablo, amor mío, acaso de ti.
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