domingo, 13 de noviembre de 2011

En la estación de trenes de una ciudad antigua.

El tren acuna la forja de sus ejes,

está a punto de partir;

en sus entrañas, el tiempo gime quimeras de aceite;

en los andenes se vaga desde la vida al beso

y se reconocen los abrazos, sobre inertes luminarias;

el vaho se fija en los cristales con tosco esfuerzo

-una niña escribe en ellos, con infante caligrafía,

el nombre de su muñeca de trapo-.

Recuerdo aquellas épocas

cuando llenaba con juventud,

los andenes del bullicio,

los besos y los días.

Recuerdo al hombre de ruda lágrima

que partía hacía otras tierras

para habitar la soledad del pan.

También recuerdo los pañuelos en orden de vuelo

despidiendo al tren de largo apéndice,

o al vagón donde la niña escribía con infante caligrafía

el nombre de su muñeca perdida.

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