(Para pensar un poquito)
Éramos un pueblo feliz, juntos recorríamos los páramos desiertos, los caminos de la lluvia, la alegría escrita en los vértices de nuestros labios. Éramos un pueblo feliz.
Todos los días, muy de mañana, los niños iban a la fuente clara a por el agua necesaria para la vida; los padres salían al sudor alegre del pan, a la cosecha del trigo y las madres, a la sombra del aire, tendían la ropa blanca. Éramos un pueblo feliz.
Pero… un día alguien dijo, “no soy feliz", todos le miramos con el asombro que deja no haber visto nunca un hombre triste; decía que era desdichado por no tener zapatos como los de los forasteros; el pueblo entero se miró los pies, nadie tenía zapatos, ni sandalias de cuero, ni tan siquiera alpargatas de esparto. Todos íbamos descalzos y nadie nunca se quejó de ello. Un buen día, se reunieron en consejo, los ancianos del pueblo y decidieron que no podíamos consentir que alguien estuviera triste en nuestra aldea, entre todos debíamos conseguirle el calzado deseado, pues éramos un pueblo feliz.
Éramos tan felices que, cuando el hombre con sus zapatos nuevos nos dijo: “Vuelvo a estar triste”, nos volvimos a mirar preocupados y al instante quisimos remediar la pena de este ser desdichado. Nos dijo que se cansaba de tener que ir, todos los días, a la fuente clara, entonces, el pueblo pensativo, decidió ayudarle de nuevo y canalizaron el manantial hasta su casa, pues éramos un pueblo feliz.
Éramos tan felices que, fue tarde, cuando nos dimos cuenta que nuestros hijos se morían de sed. Ya nunca más fuimos un pueblo feliz.
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